
No existe tal cosa como un socialismo malo y un socialismo bueno. Partir de esta premisa nos permite entender que no es admisible, entonces, separar el marxismo-leninismo de grupos terroristas como Sendero Luminoso o el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, que en nuestro país causaron la desgracia de decenas de miles de gentes y, según los eventos políticos vigentes, prometen seguir haciéndolo.
Karl Marx escribió una gran cantidad de textos en los que asumía que la violencia sería la reacción natural en una revolución contra los contrarrevolucionarios, es decir contra los burgueses y sus representantes —sus herederos, como Lenin, Stalin y Mao, incluso extendieron esta práctica contra los revisionistas, o sea, contra otros marxistas que no coincidían con ellos—.
En un artículo de 1848, él afirmó que tarde o temprano el pueblo entendería que la única manera de apresurar o abreviar «los sangrientos dolores puerperales de la sociedad nueva» sería a través del terrorismo revolucionario.
Engels —que le financió la vida burguesa a Marx sin la necesidad de que tuviera que trabajar nunca— escribió también en 1848 un elogio cerrado de la violencia más pura y cruel. Según sus palabras, la manera en que los obreros mostraban «el amor que el proletariado siente por la burguesía» era a través de demoliciones guiadas por la venganza, incendios, robo a mano armada y asesinatos. Terrorismo en su máxima expresión.
Ambos autores analizan el uso del terror desde una perspectiva amoral, por eso lo entienden como un instrumento más —perfectamente utilizable, justificable y legítimo, según el caso—, cuyo uso puede ser práctico en las condiciones debidas.
Por eso no nos debe extrañar que alguien como Vladimir Cerrón tenga palabras tan contundentes como estas: «Lamentablemente, una revolución nace con una contrarrevolución. Hay que identificar y hay que erradicar, […] porque esa idea de que lo voy a convencer tras la polémica solo puede conducir a la parálisis de la organización». Uno podría pensar que son las palabras de un psicópata, pero no son más que la manifestación de la herencia aberrante del socialismo.
Lenin también pensaba que el terrorismo era útil cuando se empleaba como parte de un plan estratégico que tuviera como eje único la toma del poder o la mantención de este. Por eso se valió del terror en todas sus formas. Quedarán en los archivos de la historia universal de la infamia sus cartas incendiarias dirigidas a sus partidarios de toda Rusia. En ellas, ordenaba asesinar de manera aleccionadora, por ejemplo, a los agricultores poseedores de tierras (los kulaks), de tal forma que sus muertes sirvan para causar terror en todo aquel que reciba la noticia. Podían ser los agricultores, las prostitutas o cualquier opositor de la revolución. El propósito era «implantar el terror de masas», como él mismo lo escribió en otra de sus tantas misivas.